lunes, 6 de febrero de 2017

SOBRE LOS OCHO ESPÍRITUS MALVADOS: LA GULA.


Capítulo I

El origen del fruto es la flor y el origen de la vida activa es la templanza; quien domina el propio estómago hace disminuir las pasiones, al contrario, quien es subyugado por la comida incrementa los placeres.

Como Amalec es el origen de los pueblos, así la gula lo es de las pasiones. Como la leña es alimento del fuego así la comida es alimento del estómago. La mucha leña alienta una gran llama y la abundancia de comida nutre la concupiscencia. La llama se extingue cuando hay menos leña y la penuria en la comida apaga la concupiscencia.

Aquel que tiene dominio sobre la mandíbula desbarata a los extranjeros y disuelve fácilmente las ataduras de sus manos. De la mandíbula arrojada fuera brota una fuente de agua y la liberación de la gula genera la práctica de la contemplación.

El palo de la tienda, irrumpiendo, mató la mandíbula enemiga y la sabiduría de la templanza mata la pasión.

El deseo de comida engendra desobediencia y una deleitosa degustación arroja del paraíso. Sacian la garganta las comidas fastuosas y nutren el gusano de la intemperancia que nunca duerme.

Un vientre indigente prepara para una oración vigilante, al contrario un vientre bien lleno invita a un sueño largo.

Una mente sobria se alcanza con una dieta muy magra, mientras que una vida llena de delicadezas arroja la mente al abismo.

La oración del ayunante es como el pollito que vuela más alto que un águila mientras que la del glotón está envuelta en las tinieblas. La nube esconde los rayos del sol y la digestión pesada de los alimentos ofusca la mente.

Capítulo II

Un espejo sucio no refleja claramente la forma que se le pone al frente y el intelecto, obtuso por la saciedad, no acoge el conocimiento de Dios.

Una tierra sin cultivar genera espinas y de una mente corrompida por la gula germinan pensamientos malignos.

Como el fango no puede emanar fragancia tampoco en el goloso sentimos el suave perfume de la contemplación.

El ojo del goloso escruta con curiosidad los banquetes, mientras que la mirada del temperante observa las enseñanzas de los sabios.

El alma del goloso enumera los recuerdos de los mártires, mientras que la del temperante imita su ejemplo.

El soldado bellaco retiembla al son de la trompeta que preanuncia la batalla, igualmente tiembla el goloso a los llamados de la templanza.

El monje goloso, sometido a las exigencias de su vientre, exige su tributo cotidiano. El caminante que camina con ahínco alcanzará pronto la ciudad y el monje glotón no llegará a la casa de la paz interior.

El húmedo vapor del sahumerio perfuma el aire, como la oración del temperante deleita el olfato divino.

Si te abandonas al deseo de la comida ya nada te bastará para satisfacer tu placer: el deseo de la comida, en efecto, es como el fuego que siempre envuelve y siempre se inflama. Una medida suficiente llena el vaso, mientras un vientre desfondado jamás dirá ¡basta!". La extensión de las manos puso en fuga a Amalec y una vida activa elevada somete las pasiones carnales.

Capítulo III

Extermina todo lo que sea inspirado por los vicios y mortifica fuertemente tu carne. Que de cualquier manera, en efecto, sea matado el enemigo, éste no te producirá más miedo, así un cuerpo mortificado no perturbará al alma. Un cadáver no nota el dolor del fuego y menos aún el temperante siente el placer del deseo extinguido.

Si matas a un egipcio, escóndelo bajo la arena, y no engordes el cuerpo por una pasión vencida: así como en la tierra engordada germina lo que está escondido, así en el cuerpo gordo revive la pasión.

La llama que languidece se reenciende si se le agrega leña seca y el placer que se va atenuando revive con la saciedad de la comida; no compadezcas el cuerpo que se lamenta por la carestía y no lo halagues con comidas suntuosas: si en efecto lo refuerzas se te volverá en contra llevándote a una guerra sin tregua, hasta que esclavice tu alma y te haga siervo de la lujuria.

El cuerpo indigente es como una caballo dócil que jamás desensillará al caballero: éste, en efecto, dominado por el freno, se somete y obedece a la mano de quien sujeta las riendas, mientras el cuerpo, domado por el hambre y las vigilias, no reacciona por un pensamiento malo que lo cabalga, ni relincha excitado por el ímpetu de las pasiones.

Evagrio el Monje.