viernes, 2 de junio de 2017

Curación del corazón humano por el Corazón de Jesús (I)

El corazón de Jesús cura nuestras conciencias.


Cristo es el médico corporal y espiritual que ilumina sin cesar las inteligencias atacadas por el Mentiroso, padre de la mentira (Jn 8, 44), príncipe de este mundo de tinieblas. La enfermedad intelectual más radical de nuestro tiempo es el ateísmo. El hombre “masificado” tentado de considerarse como un simple número en la sociedad industrial, desconoce fácilmente su origen y su finalidad divinas: el Amor creador de la Trinidad. Se hiere a sí mismo volviéndose indiferente, luego ateo, no sin terminar, algunas veces, en el ateísmo.

El orgullo ingrato favorecido por las deformaciones filosóficas desemboca en un “odio a Dios y a aquellos que lo representan legítimamente, la mayor de las faltas que pueden cometer los hombres creados a imagen y semejanza de Dios y destinados a gozar perpetuamente de su perfecta amistad en el cielo: separando en grado sumo al hombre del Bien supremo, ella lo conduce a apartar de él y de sus prójimos todo lo que viene de Dios, todo lo que une a Dios, todo lo que conduce a disfrutar del gozo de Dios, como lo recordaba Pío XII.

Una religión demasiado abstracta, demasiado separada del ejercicio de la sensibilidad y de la imaginación, favorece indirectamente el enrumbamiento hacia el ateísmo, frente al cual esta menos preparado para resistir con las fuerzas vivas de la persona. Por el contrario, el culto al Corazón de Jesús, favoreciendo la integración de la personalidad humana, ayuda a perseverar en el nexo que constituye la religión: actúa mediante imágenes sobre la imaginación y sobre la inteligencia incapaz de de pensar sin acompañamiento de imágenes. La imagen del Corazón de Jesús ayuda al espíritu a creer, resumiéndole el objeto de su fe (a saber: el amor salvífico del Creador por el ser humano), orientándolo hacia una deseable y bienaventurada eternidad de amor.

Se podría objetar: la fe en Dios ha existido, existe todavía sin ningún culto explícito al corazón atravesado ni a sus imágenes. Ciertamente, esto es verdad; pero es verdad, también, en los protestantes de buena fe, la perseverancia en la fe al Verbo encarnado e incluso a Dios Creador no es facilitada por el ejercicio de una religión cuya humanidad sensible se muestra ausente, y sobre todo, en los católicos, la ausencia de culto privado al Corazón del Redentor los priva, a menudo de una superabundancia de gracias actuales que inclinan a enraizar activamente en el misterio de Cristo y en la fidelidad a la Iglesia. El hombre es una unidad. Si se rehúsa a conceder a Dios el homenaje de su sensibilidad y de su imaginación, pone en peligro su crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad; y aquel que no crece en esas virtudes está a punto de perderlas.

Lo que acabamos de decir muestre suficientemente el peligro que entraña, para la fe en la divinidad de Cristo, la ausencia de interés por el culto de su amor divino y trascendente, respecto del género humano. El culto bien entendido al Corazón de Jesús y que apunta, sobre todo (lo hemos largamente explicado) a su amor divino, preserva de las simplezas de una cristología horizontalista, de estilo “protestante liberal”. Poniendo el acento sobre la infalibilidad y la eternidad de la Persona de Cristo amante, ese culto nos libra del mito de un Cristo ignorante y errante favorecido por algunos modernistas; la Iglesia, en las Encíclicas Misserentissimus Redemptor y Haurietis Aquas nos muestra, en Jesús, su corazón agonizante y sufriente consciente de nuestras faltas y susceptible de ser consolado por nosotros, siempre deseoso de consolarnos gracias a los méritos de sus propias desolaciones. Este consolador desolado nos manifiesta que tomó sobre él nuestros sufrimientos (Mt 8, 17; Is 53, 4).

Con el mismo golpe, favoreciendo la fe viva en la divinidad de Cristo, el culto a su Corazón estimula, igualmente, una fe penetrante en el rol extraordinario de su Humanidad trascendiendo cualquier otra. Este corazón no es el de un Liberador revolucionario, violento, sino el Corazón dulcísimo del Liberador espiritual, preocupado antes que nada, por arrancarnos a la esclavitud del pecado y del demonio. Frente al corazón de Jesús, nuestros pecados contra la fe a su amor divino y humano retoman gravedad a nuestros ojos y se muestran más detestables aun que nuestras faltas contra las virtudes cardinales y morales.

Incluso, el culto al corazón de Jesús, nos hace buscar contra todos los cismas, contra todas las divisiones, pero también contra todos los falsos irenismos, la verdadera unidad de los cristianos en su Preciosa Sangre de Profeta, Sacerdote y Rey, instituyendo para ello el Orden y el Papado unificador.

Igualmente, la contemplación del Corazón de Cristo Sacerdote, institutor y celebrante principal del Sacrificio eucarístico, nos ayuda a unirnos a Él a través de la comunión eucarística, a evitar y rechazar los errores negadores de su Presencia substancial y real bajo la apariencia del pan y del vino. Nos es más fácil, poniendo el acento sobre el amor creador y redentor en tanto que origen permanente de la permanente Presencia, de reconocer en esto un signo de su omnipotencia siempre activa, en medio de las variaciones históricas. Este amor actuante vive en una incesante oblación de sí mismo; y una de las consecuencias históricas más destacables del culto privado y público del Corazón herido del Señor ha sido y sigue siendo la ofrenda cotidiana del Apostolado de la Oración: concentrando toda la vida de cada persona humana, toda su actividad profesional, familiar y social en torno del altar, permite a cada uno desplegar y actualizar su vocación corredentora a favor del mundo.

De esta manera, podemos entrever mejor, como el culto del Corazón de Jesús facilita su reconocimiento íntimo y concreto como Profeta, Sacerdote y Rey, en tanto que Hijo del Hombre, como Creador, Mediador y Juez Remunerador en tanto que Hijo de Dios. ¡Ventaja preciosa en un tiempo de de “reducción cristológica”! Bajo la influencia de cierta literatura espiritual de nuestro tiempo, Cristo aparece hoy, a menudo, primeramente, como Amigo, Compañero, Benefactor y Taumaturgo: ¿cuán pocos, incluso entre los creyentes piensan en presentarlo primeramente como su Origen creador, su Sostén y Apoyo, a Aquél que deberán rendir cuenta exacta y exhaustiva de todas sus acciones y decisiones? Tal es la imagen del Cristo resultante del culto eclesial de su Corazón.

Estos últimos comentarios nos invitan a considerar la transfiguración ética producida por el culto, en Espíritu y en Verdad, del Corazón de Jesús: la victoria sobre el nihilismo moral, sobre la permisividad inmoral y sobre la desesperanza ética.

El nihilismo moral se extiende a una concepción exclusivamente sentimental del amor identificado con el placer y escondido de toda obligación como de toda finalidad o sanción. Frente a este vacío, el Corazón de Jesús nos presenta su ley de amor, enraizada en el ejercicio de la humildad: “Aprendan de mi que soy mano y humilde de corazón, ustedes que penan y que se curvan bajo el fardo (de sus pecados) y yo los aliviaré: mi yugo es suave y mi fardo ligero” (Mt 11, 28-30). El sentido de esas palabras, es hacernos ver a Cristo como el único Redentor, capaz de liberar al ser humano del peso y de las penas que merece, el único autor de la gracia y de la ley evangélica que nos libera del peso de la ley antigua (o solamente exterior), el único médico y autor de la salvación.

Lo que Jesús nos enseña, pidiéndonos aprender de Él la humildad de su Corazón, es que sólo lo humilde puede amarse verdaderamente, querer su propio bien corporal y espiritual, temporal y eterno. Solo el humilde puede cumplir el mandamiento divino de amarse a sí mismo, inseparable del mandamiento de amar a Dios y al prójimo. El orgulloso, queriendo su propio mal al mismo tiempo que el del prójimo no se ama más y no puede comenzar a amarse sino aceptando de Jesús humilde de corazón el don de la humildad. La acogida del humilde amor para sí y para otro que ofrece a la persona humana el Corazón humilde del Verbo encarnado condiciona la eficacia de la lucha contra el vacío del orgulloso nihilismo moral.

De esta manera se hace posible la victoria sobre la permisividad inmoral de la desesperanza ética. El culto al Corazón de Jesús restaura, enraiza y profundiza la fe en los mandamientos de Dios, es decir el humilde reconocimiento de su origen divino y la esperanza del auxilio divino para guardarlos. Dios revelador nos invita a creer en las interdicciones de su Amor, preocupado de obtener así la reciprocidad del nuestro, y  a esperar de Él el don de una caridad capaz de no violar sus prohibiciones y de guardar sus mandamientos con perseverancia.

Conviene evocar aquí la solemne declaración del concilio de Trento: Dios no te manda lo imposible, pero mandando te invita a hacer lo que esté a tu alcance y a pedir lo que no puedes y te ayuda a poder: esos mandamientos no son pesados, su yugo es suave y su fardo ligero”.

Sí, paradójicamente, dándonos mediante y con su Espíritu la gracia de obedecer por puro amor a sus mandamientos, el Corazón agonizante y traspasado de Jesús nos libera, del moralismo de las normas idolatradas, pero cuyo fin y origen divinos nos son percibidos, y del amoralismo que rechaza toda norma ética de carácter trascendente. El Corazón amante de Cristo nos preserva así de la incrédula negación de las normas absolutas y del escepticismo en materia moral.

Especialmente, cultivando la redamatio respecto del Legislador amante de la ley de amor, el adorador del Corazón del Hijo encarnado se dispone a poner al servicio de la fe, de la esperanza y de la caridad el ejercicio racional y divinizado de sus pasiones en la imitación de las virtudes morales que Jesús practicó por puro amor por su Padre y que quiso continuar practicando en nosotros y por nosotros. Se comprende así que, para Kart Rahner y Joseph Ratzinger, como para los papas, el culto rendido al Corazón de Jesús se sitúa al centro del cristianismo y aun del mundo.

Porque la devoción al Corazón de Jesús opera una recapitulación de toda la vida virtuosa moral en la llamas de la caridad (Col. 3, 14). Unifica los múltiples aspectos éticos de la existencia humana. Orienta toda la vida social, todas las dimensiones horizontales hacia la vida eterna ya que la caridad nos une inmediatamente al Creador.

En un período de la historia eclesial que manifiesta una falta de afecto frente a la comunión cotidiana y a la confesión frecuente o personal, una renovación de la Hora Santa del jueves y de la comunión del primer viernes de mes facilitan el acceso a los sacramentos, a la vez que preparan su digna recepción.

De igual manera, la insistencia acerca de la reparación ayuda a percibir mejor el carácter propiciatorio de la Misa, perdido de vista por aquellos que exaltan unilateralmente el aspecto de comida que acarrea.

El culto privado y público al Corazón corresponde a la necesidad permanente y profunda de simplificación y de unificación de toda la vida espiritual que se manifiesta en nuestro tiempo. Favorece, igualmente, una jerarquización de las finalidades éticas paralela a la jerarquía de la verdades que ha exaltado el concilio Vaticano II, sin sacrificar al “falso irenismo” denunciado por el mismo concilio, siguiendo a Pío XI.

Todo lo que acabamos de recordar fue ya anticipado por Charles Foucauld:

“La religión católica nos ilumina haciendo brillar frente a nuestros ojos la más luminosa, la más cálida, la más benefactora de todas las verdades: la “verdad” del Corazón de Jesús…  no estamos olvidados, solos, sobre el camino que sigue Jesús: antes de que fuésemos, un Corazón nos amó con amor eterno y todo el curso de nuestra vida ese Corazón nos abraza con el más cálido de los amores. Ese corazón es puro como la Luz: todas las bellezas y las perfecciones increadas resplandecen en Él; Dios nos ama, nos amó ayer, nos ama hoy y nos amará mañana. Dios nos ama en todo instante de nuestra vida terrestre y nos amará durante la eternidad si no rechazamos su amor. Ésta es la verdad del Corazón de Jesús, revelada para iluminar y abrazar los corazones de los hombres.

A pesar de los silencios (sobre la Iglesia y los sacramentos) que le confieren una tonalidad un poco “intimista”, ese texto de 1903 expresa admirablemente lo que en la actualidad siguen percibiendo y experimentando los adoradores del Corazón de Jesús.

Después de haber recordado los efectos positivos y terapéuticos operados por el ejercicio del culto privado y público hacia el Corazón de Jesús, podemos, ahora recordar las indispensables condiciones teológicas  que hacen posible ese culto:

no hay culto al Corazón de Cristo sin fe en la Resurrección de su cuerpo crucificado; ese corazón sigue latiendo;

no hay culto al corazón de Jesús si el pecado no es reconocido como ofensa personal frente a la Persona divina;

no hay reparación posible frente a la Humanidad de su Persona divina si no se reconoce su ciencia humana y sobrenatural de los pecados del mundo (durante su Agonía).

no hay culto al corazón de Jesús sin reconocimiento de su Sacrificio sobre la Cruz, perpetuado por la Misa, y de nuestra asociación eucarística a su vocación de Redentor.

Ahora bien, esas condiciones – esto es bien sabido – tienen  de manera desigual carencia en muchos sectores de reflexión teológica contemporánea.

El conjunto de esas condiciones equivale a una inteligencia correcta y ortodoxa del Misterio Pascual, como de la conciencia mesiánica de Jesús. Las confusiones y dudas debatidas sobre el carácter consciente, voluntario y libre, sobre el carácter humano y no solamente divino del Acto Redentor ponen en peligro la esencia misma del culto al Corazón de Cristo Salvador.

De rebote, esas dudas nos ayudan, indirectamente a percibir mejor la identidad entre su Corazón, por un lado, y su conciencia psicológica y sobre todo moral, por el otro, clave de su misión Redentora.

El Verbo, convertido en Corazón humano, es decir conciencia psicológica y moral, santa y amante, cura nuestras conciencias maculadas por el pecado.

En la antropología concreta y global de la Biblia, nos recuerdan en los exegetas, “el corazón del hombre es la fuente misma de su personalidad consciente, inteligente y libre, el lugar de sus elecciones decisivas, el de la Ley no escrita, el de de la acción misteriosa de Dios. En el Antiguo Testamento, como en el Nuevo, el corazón es el lugar donde el hombre encuentra a Dios, encuentro que se vuelve plenamente efectivo en el Corazón humano del Hijo de Dios”.

La Biblia “no conoce término específico para designar la conciencia sino a partir del contacto con el medio griego: Syneidésis no aparece sino en Q10, 20 y Sab 17, 10”.

Ausente de los evangelios, el término es, sobre todo, empleado por Pablo, que identifica claramente el corazón y la conciencia: “Los paganos privados de la Ley… muestran la realidad de esta Ley inscrita en su corazón, por cuanto les da testimonio de su conciencia” (Rm 2, 14-15).

Una vez reconocida la identidad entre corazón y conciencia en el Antiguo Testamento, una vez admitido que el Corazón humano del Hijo de Dios es el lugar del encuentro salvífico entre el hombre y Dios, lugar inseparablemente metafórico y físico; nuevas e importantes perspectivas se desprenden del conocimiento del Corazón de Jesús y de su misión redentora.

Se debe a que es el Hijo único y a que lo sabe, que Jesús puede realizar su misión de Redentor. Conviene subrayar, con P.I. de la Potterie, “la importancia absolutamente central de esta conciencia humana que tenía Jesús de su Yo divino o más bien de su conciencia de ser Hijo de Dios esta conciencia, es el “corazón” de la santa humanidad de Jesús”: el “misterio de la conciencia de Jesús” e idénticamente el “misterio del corazón de Cristo”.

Asumiendo una conciencia humana, el hijo único podía conducir a ésta conciencia, a ese corazón, el peso terrible del pecado del mundo, de todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, conocidos todos en el horror de su culpabilidad, para expiarlos, detestándolos, por amor a sus autores.

Más qué el de Pablo y el de los griegos, el “Corazón-conciencia” de Jesús es el testigo interior – antecedente, concomitante y consecuente – de las acciones buenas y malas de los hombres, sus hermanos. Mucho más que en ellos, la Ley moral de amor por el Padre y por los hermanos está íntimamente presente en su conciencia psicológica y moral, en su Corazón. Conociendo lo que hay en el hombre, en los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, en las conciencias y en los corazones de todos los primitivos y todos los civilizados, el Corazón humano de Jesús conoce y reconoce la presencia, en ellos como en sí mismo, de esta Ley moral que los finaliza como lo finaliza a él mismo.

La conciencia moral de Jesús tiene por objeto los valores morales, los bienes morales, las virtudes, los deberes que debe realizar y la manera de realizarlos. Se enraíza en la conciencia psicológica de su identidad teándrica y de su misión. En Jesús, la conciencia moral estuvo siempre consciente de haber actuado bien, nunca de haber actuado mal. Jesús siempre tuvo conciencia moral del valor de sus actos.

Esta conciencia inseparablemente psicológica y moral, es ejercida por Jesús en su nombre pero también nombre de la humanidad entera: es la “conciencia capital” del Jefe de la humanidad y de la Iglesia, que acompaña a la “gracia capital” que Él recibe para beneficio de la humanidad. En y por su conciencia moral, Jesús es el Corazón de la humanidad.

En el acto de su conciencia moral, el Corazón de Jesús se sabe unido y obligado por los mandamientos amantes del Padre, de los que recibe el poder de dar la vida por sus hermanos y recuperarla (Jn 15, 10; 10, 18). Se sabe obligado a obedecer la ley de amor sacrificial dictada por el Padre (Jn 10, 13).

La pureza de conciencia de Cristo trae consigo la ausencia, en él, de toda falta consentida su corazón es irreprochable (1 Tm 3, 9). Su buena conciencia purifica las conciencias deformadas por el pecado.

El corazón de Jesús es el Salvador de las malas conciencias, maculadas: las hace buenas mediante su expiación y su perdón (Cf Ti 1, 15). A través de sus sacramentos, la conciencia moral de Cristo Sacerdote y Rey rectifica los apetitos, confiere, con la caridad, las virtudes morales informadas por ella. Por medio de la eucaristía, la conciencia de Jesús ayuda a la conciencia que estaba voluntariamente y  culpablemente deformada a reformarse desterrando sus juicios erróneos y a la conciencia deformada a perseverar en la rectitud. Recibiendo a Cristo eucarístico, recibimos a aquél que, en la conciencia humana de su Corazón, nos conoció y amó siempre, del Pesebre a la Cruz, pasando por el Jardín de su Agonía, como Dios y como Hombre. Viene a transformar en las llamas de su caridad nuestras conciencias y nuestros corazones vacilantes, a menudo divididos.

Entonces, la conciencia moral de Cristo eucarístico viene a nuestras conciencias deformadas por el pecado a reformarlas haciéndolas conforme a la suya y aun a transformarlas por el don de su Espíritu. Comulgar, es recibir y adorar la conciencia moral del Corazón de Jesús, perfecto Adorador, divino Adorador, Adorador infinito, único Adorador.

El corazón eucarístico de Jesús se manifiesta, así, como el terapeuta sacramental de esta humanidad cuyo pecado la hizo espiritualmente enferma.

Bertrand de Margerie S.J.

Fuente: Mercaba.