1.- Nuestras Catequesis sobre Dios, Creador de las cosas "invisibles", nos han llevado a iluminar y a vigorizar nuestra fe por lo que respecta a la verdad sobre el maligno o Satanás, no ciertamente querido por Dios, Sumo Amor y Santidad, cuya Providencia sapiente y fuerte sabe conducir nuestra existencia a la victoria sobre el príncipe de las tinieblas. Efectivamente, la fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. El es sólo una creatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una creatura, con los límites de la creatura, subordinada al querer y el dominio de Dios. Si Satanás obra en el mundo por su odio contra Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia que con potencia y bondad ("fortiter et suaviter" dirige la historia del hombre y del mundo.
Si la acción de Satanás ciertamente causa muchos daños - de naturaleza espiritual e indirectamente de naturaleza también física- a los individuos y a la sociedad, él no puede, sin embargo, anular la finalidad definitiva a la que tienden el hombre y toda la creación, el bien. Él no puede obstaculizar la edificación del Reino de Dios, en el cual se tendrá, al final, la plena actuación de la justicia y del amor del Padre hacia las creaturas eternamente "predestinadas" en el Hijo-Verbo, Jesucristo. Más aún, podemos decir con San Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los "elegidos" (cf. 2Tim 2,10).
2.- Así toda la historia de la humanidad se puede considerar en función de la salvación total, en la cual está inscrita la victoria de Cristo sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12,31; 14,30; 16,11). "Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás" (Lc 4,8), dice terminantemente Cristo a Satanás. En un momento dramático de su ministerio, a quien lo acusaba de manera descarada de expulsar los demonios porque estaba aliado con Belcebú, jefe de los demonios, Jesús responde con aquellas palabras severas y confortantes a la vez: "Todo reino en sí dividido será desolado y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí; ¿Cómo, pues, subsistirá su reino?...Mas si yo arrojo a los demonios con el poder del espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12,25-26.28). "Cuando un hombre fuerte bien armado guarda su palacio, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá sus despojos" (Lc 11,21-22). Las palabras pronunciadas por Cristo a propósito del tentador encuentran su cumplimiento histórico en la cruz y en la resurrección del Redentor. Como leemos en la Carta a los Hebreos, Cristo se ha hecho partícipe de la humanidad hasta la cruz "para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que estaban toda la vida sujetos a servidumbre" (Hb 2,14-15). Esta es la gran certeza de la fe cristiana: "El príncipe de este mundo está ya juzgado" (Jn 16,11); "Y para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo" (IJn 3,8), como nos atestigua San Juan. Así, pues, Cristo crucificado y resucitado se ha revelado como el "más fuerte" que ha vencido "al hombre fuerte", el diablo, y lo ha destronado.
De la victoria de Cristo sobre el diablo participa la Iglesia: Cristo, en efecto, ha dado a sus discípulos el poder de arrojar los demonios (cfr. Mt 10,1 y paral.; Mc 16,17). La Iglesia ejercita tal poder victorioso mediante la fe en Cristo y la oración (cf. Mc 9,29; Mt 17,19s), que en casos específicos puede asumir la forma del exorcismo.
3.- En esta fase histórica de la victoria de Cristo se inscribe el anuncio y el inicio de la victoria final, la parusía, la segunda y definitiva venida de Cristo al final de la historia, venida hacia la cual está proyectada la vida del cristiano. También si [bien es cierto que] es verdad que la historia terrena continúa desarrollándose bajo el influjo de "aquel espíritu que -como dice San Pablo- ahora actúa en los que son rebeldes" (Ef 2,2), los creyentes saben que están llamados a luchar para el definitivo triunfo del bien: "No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires (Ef 6,12).
4.- La lucha, a medida que se avecina el final, se hace en cierto sentido siempre más violenta, como pone de relieve especialmente el Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento (cf. Ap 12,7-9). Pero precisamente este libro acentúa la certeza que nos es dada por toda la Revelación divina: es decir, que la lucha se concluirá con la definitiva victoria del bien. En aquella victoria, precontenida en el misterio pascual de Cristo, se cumplirá definitivamente el primer anuncio del libro del Génesis, que con un término significativo es llamado proto-Evangelio, con el que Dios amonesta a la serpiente: "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer" (Gn 3,15). En aquella fase definitiva Dios, completando el misterio de su paterna Providencia, "liberará del poder de las tinieblas" a aquellos que eternamente ha "predestinado en Cristo" y les "transferirá al reino de su Hijo predilecto" (cf. Col 1,13-14). Entonces el Hijo someterá al Padre también todo el universo, para que "sea Dios en todas las cosas" (1Cor 15,28).
5.- Con ésta se concluyen las catequesis sobre Dios Creador de las "cosas visibles e invisibles", unidas en nuestro planteamiento con la verdad sobre la Divina Providencia.
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Hemos acogido una verdad que debe estar en el corazón de cada cristiano: cómo existen espíritus puros, creaturas de Dios, inicialmente todos buenos, y después por una opción de pecado se dividieron irremediablemente en ángeles de luz y en ángeles de tinieblas. Y mientras la existencia de los ángeles malos nos pide a nosotros el sentido de la vigilancia para no caer en sus halagos, estamos ciertos de que la victoriosa potencia de Cristo Redentor circunda nuestra vida para que también nosotros mismos seamos vencedores. En esto estamos válidamente ayudados por los ángeles buenos, mensajeros del amor de Dios, a los cuales, amaestrados por la tradición de la Iglesia, dirigimos nuestra oración: "Angel de Dios que eres mi custodio, ilumíname, custódiame, rígeme y gobiérname, ya que he sido confiado a tu piedad celeste. Amén."
Juan Pablo II - P.P.
Catequesis del Papa durante la audiencia general
Oss.Rom. 24-08-1986 p(519)3