“…El diablo estaba muy furioso porque quería que se perdieran tres almas… Gritaba con rabia: `¡Que no se escapen…! ¡que se van…! ¡Fuerte…! ¡fuerte!´ Esto así, sin cesar, con unos gritos de rabia que contestaban, de lejos, otros demonios. Durante varios días presencié estas luchas… Yo supliqué al Señor que hiciera de mí lo que quisiera con tal que estas almas no se perdiesen. Me fui también a la Virgen y ella me dio gran tranquilidad porque me dejó dispuesta a sufrirlo todo para salvarlas, y creo que no permitirá que el diablo salga victorioso…”
“El demonio gritaba mucho: `…Estad atentas a todo lo que las pueda perturbar…! ¡Que no se escapen… haced que se desesperen´. Era tremenda la confusión que había de gritos y de blasfemias. Luego oí que decía furioso: `¡No importa! Aún me quedan dos… Quitadles la confianza…´ Yo comprendí que se le había escapado una, que había pasado ya a la eternidad, porque gritaba: `Pronto… de prisa… que estas dos no se escapen… Tomadlas, que se desesperen… Pronto, que se nos van´. En seguida, con un rechinar de dientes y una rabia que no se puede decir, yo sentía esos gritos tremendos: `¡Todavía tengo una y no dejaré que se la lleve…!´ El infierno todo ya no fue más que un grito de desesperación, con un desorden muy grande y los diablos chillaban y se quejaban y blasfemaban horriblemente. Yo conocí con esto que las almas se habían salvado. Mi corazón saltó de alegría, pero me veía imposibilitada para hacer un acto de amar…
Sor Josefa, aún en medio de su experiencia en el infierno escribe: “no siento odio hacia Dios como estas otras almas, y cuando oigo que maldicen y blasfeman, me causa mucha pena; no sé qué sufriría para evitar que Nuestro Señor sea injuriado y ofendido… Siento mucho tormento. Es como si entrase por la garganta un río de fuego que pasa por todo el cuerpo, y unido al dolor que he dicho antes. Como si me apretasen por detrás y por delante con planchas encendidas… No sé decir lo que sufro… es tremendo tanto dolor… Parece que los ojos salen de su sitio y como si tirasen para arrancarlos… Los nervios se ponen muy tirantes. El cuerpo está como doblado, no se puede mover ni un dedo… El olor que hay tan malo, no se puede respirar *, pero todo esto no es nada en comparación del alma, que conociendo la bondad de Dios, se ve obligada a odiarle y, sobre todo, si Le ha conocido y amado, sufre mucho más…”
* Josefa despedía este hedor intolerable siempre que volvía de una de sus visitas al infierno o cuando la arrebatada y atormentaba el demonio: olor de azufre, de carnes podridas y quemadas que, según fidedignos testigos, se percibía sensiblemente durante un cuarto de hora y a veces media hora; y cuya desagradable impresión conservaba ella misma mucho tiempo más todavía.