miércoles, 11 de junio de 2014

NO TEMÁIS A LOS HOMBRES, TEMED A DIOS

Queridos hermanos y hermanas:

En el evangelio de este domingo [XII del tiempo ordinario] encontramos dos invitaciones de Jesús: por una parte, «no temáis a los hombres», y por otra «temed» a Dios (cf. Mt 10,26.28). Así, nos sentimos estimulados a reflexionar sobre la diferencia que existe entre los miedos humanos y el temor de Dios. El miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se experimentan formas de miedo que luego se revelan imaginarias y desaparecen; sucesivamente emergen otras, que tienen fundamentos precisos en la realidad: éstas se deben afrontar y superar con esfuerzo humano y con confianza en Dios. Pero también hay, sobre todo hoy, una forma de miedo más profunda, de tipo existencial, que a veces se transforma en angustia: nace de un sentido de vacío, asociado a cierta cultura impregnada de un nihilismo teórico y práctico generalizado.

Ante el amplio y diversificado panorama de los miedos humanos, la palabra de Dios es clara: quien «teme» a Dios «no tiene miedo». El temor de Dios, que las Escrituras definen como «el principio de la verdadera sabiduría», coincide con la fe en él, con el respeto sagrado a su autoridad sobre la vida y sobre el mundo. No tener «temor de Dios» equivale a ponerse en su lugar, a sentirse señores del bien y del mal, de la vida y de la muerte. En cambio, quien teme a Dios siente en sí la seguridad que tiene el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 131,2): quien teme a Dios permanece tranquilo incluso en medio de las tempestades, porque Dios, como nos lo reveló Jesús, es Padre lleno de misericordia y bondad.

Quien lo ama no tiene miedo: «No hay temor en el amor -escribe el apóstol san Juan-; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor» (1 Jn 4,18). Por consiguiente, el creyente no se asusta ante nada, porque sabe que está en las manos de Dios, sabe que el mal y lo irracional no tienen la última palabra, sino que el único Señor del mundo y de la vida es Cristo, el Verbo de Dios encarnado, que nos amó hasta sacrificarse a sí mismo, muriendo en la cruz por nuestra salvación.

Cuanto más crecemos en esta intimidad con Dios, impregnada de amor, tanto más fácilmente vencemos cualquier forma de miedo. En el pasaje evangélico de hoy, Jesús repite muchas veces la exhortación a no tener miedo. Nos tranquiliza, como hizo con los Apóstoles, como hizo con san Pablo cuando se le apareció en una visión durante la noche, en un momento particularmente difícil de su predicación: «No tengas miedo -le dijo-, porque yo estoy contigo» (Hch 18,9-10). El Apóstol de los gentiles, de quien nos disponemos a celebrar el bimilenario de su nacimiento con un especial Año jubilar, fortalecido por la presencia de Cristo y consolado por su amor, no tuvo miedo ni siquiera al martirio.

Que este gran acontecimiento espiritual y pastoral suscite también en nosotros una renovada confianza en Jesucristo, que nos llama a anunciar y testimoniar su Evangelio, sin tener miedo a nada.

Os invito a vivir cimentados en el sólido fundamento del amor a Jesucristo, para que no os dejéis vencer por el temor y seáis sus testigos en medio del mundo, superando las dificultades o el ambiente hostil que podáis encontrar. Os acompañe en esta hermosa misión la maternal protección de la Virgen María.


Benedicto XVI, Ángelus del 22 de junio de 2008