miércoles, 3 de abril de 2013

DESCENSO DE CRISTO A LOS INFIERNOS


Descendió a los infiernos…

  Según hemos dicho, la Muerte de Cristo, como la de los demás hombres, consistió en la separación del alma y el cuerpo; pero la Divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por más que se separaran entre sí cuerpo y alma, si­guió perfectísimamente vinculada al alma y al cuer­po; por consiguiente, el Hijo de Dios permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los infiernos.
Cuatro fueron los motivos por los que Cristo bajó al infierno con el alma.

Primero para sufrir todo el castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada careciendo de la visión de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para liquidar esta carencia. Por eso, antes del ad­venimiento de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pe­cadores, quiso no sólo morir, sino además des­cender al infierno en cuanto a su alma. “He sido contado entre los que descienden al lago; he ve­nido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos” (Ps 87, 5-6). Los otros se encontraban allí como esclavos; Cristo, como libre.

El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente, tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen el amor; pero en el infierno se encontraban muchos que habían muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido en su auxilio por medio de su Muer­te, quiso también visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio bajando a ellos. “Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra, visitaré a todos los que duermen, e ilu­minaré a todos los que esperan en el Señor” (Eccli 24, 45).

El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo. Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente lo vence a campo abier­to, sino que incluso le invade su propia casa, y le arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: “Ahora es el juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el dia­blo) será echado fuera” (Jn 12, 31). Por eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arrancó su botín. “Despojando a los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en Sí mismo” (Col 2, 15).

De forma parecida también; puesto que Cristo había recibido potestad, y tomado posesión sobre el cielo y sobre la tierra, quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las pa­labras del Apóstol, “al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno” (Philp 2, 10). “En mi nombre expulsarán los de­monios” (Me 16,17).

El cuarto y último motivo fue para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajar al in­fierno para librar a los que allí estaban. “Tú tam­bién por la sangre de tu alianza hiciste salir a tus cautivos del lago en que no hay agua” (Zach 9, 11). “Seré, muerte, tu muerte; seré, infierno, tu mor­disco” (Os 13, 14).

En efecto, aunque Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno, sino que le dio un bocado, pues no libró del infier­no a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin pecado original: de éste úl­timo habían quedado libres en cuanto a su perso­na por medio de la circuncisión, y antes de la cir­cuncisión, los desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos padres creyentes, y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe en el Cristo que había de ve­nir; todos ellos se encontraban en el infierno a causa del pecado original de Adán, del que única­mente Cristo podía librarlos en cuanto a la natura­leza. Dejó, pues, allí a los que habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso dice: “Seré, infierno, tu mordisco”. Queda así claro que Cristo descendió a los infier­nos, y por qué.

De todo lo expuesto podemos sacar cuatro ense­ñanzas.

En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Por muy abrumado que se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en Él. No hay situación tan angustiosa como estar en el infier­no. Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo hombre, con tal que sea…

 En la Summa Theologiae (III, q. 52), Santo Tomás es más explícito. Cristo, bajando a los infiernos, sacó de allí a los santos padres que sólo estaban excluidos del cielo por el reato de la pena del pecado original; no libró a los condenados que habían muerto en pecado mortal; a los niños muertos en pecado original no los libró del estado de pura felicidad natural en que se en­contraban, concediéndoles la visión; y no hay razón para asegurar que, por la bajada de Cristo a los infiernos, to­dos los que se hallaban en el purgatorio hayan sido li­brados de él.

 …amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado por Él de cualquier angustia. “Ésta (la Sa­biduría) no desamparó al justo vendido…, y des­cendió con él al hoyo, y en la prisión no lo aban­donó” (Sap 10, 13-14). Y como Dios ayuda espe­cialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios. “Quien teme al Señor de nada temblará, ni tendrá pavor, porque él mismo es su esperanza” (Eccli 34, 16).

En segundo lugar, debemos caminar en temor y no ser temerarios; pues aunque Cristo padeció por los pecadores, y descendió al infierno, sin embargo no libró a todos, sino sólo a aquellos que no tenían pecado mortal, según hemos dicho. A los que ha­bían muerto en pecado mortal, los dejó allí. Por tanto, nadie que muera en pecado mortal espere perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, es de­cir, para siempre. “Irán éstos al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25, 46).

En tercer lugar, debemos tener diligencia. Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes en bajar allá con frecuencia —mediante la consideración de aquellos tormentos, se entiende—, conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: “Yo dije: en medio de mis días bajaré hasta las puertas del in­fierno” (Is 38, 10). Pues quien desciende allá fre­cuentemente en vida con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento aparta del pecado. En efecto, vemos que los hom­bres de este mundo se guardan de cometer delitos por miedo al castigo temporal; por consiguiente, ¡cuánto más han de guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración, intensidad y número de tormentos! “Acuérdate de tus postri­merías, y no pecarás jamás” (Eccli 7, 40)2.

En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar a los suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros. Ellos por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado insensible sería quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. “Compadeceos de mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me ha tocado” (Iob 19, 21). “Es santo y pia­doso el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados (2 Mach 12, 46).

De tres maneras principalmente, según dice Agus­tín, se les puede auxiliar: con misas, con oraciones y con limosnas. Gregorio añade una cuarta, el ayu­no. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello…

 El Concilio de Trento (1551) definió que es verdadero y provechoso dolor la detestación de los pecados por te­mor a la pérdida de la eterna bienaventuranza y el mereci­miento de la eterna Condenación. Es el dolor imperfecto o de atrición.

 …hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio.

Dos cosas necesita conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado. Pero ambas co­sas son bastante difíciles de conocer. De la gloria leemos: “¿Quién investigará lo que hay en el cielo?” (Sap 9, 16). Difícil es para los terrenales, porque “el que es de la tierra, de la tierra habla” (Jn 3, 31); sin embargo, no es difícil para los espi­rituales, porque “el que viene del cielo, está por en­cima de todos”, según se dice a renglón seguido. Por eso bajó Dios del cielo, y se encarnó, para en­señarnos las cosas celestiales.

Era también difícil conocer los castigos del in­fierno. En boca de los impíos se ponen estas pala­bras: “De nadie se sabe que haya vuelto del infier­no” (Sap 2, 1) Pero tal cosa no puede decirse ya; así como descendió del cielo para enseñarnos las cosas celestiales, igualmente resucitó de los infiernos para instruirnos sobre éstos.

La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayu­dar a las almas que allí se encuentran por medio de su­fragios, fueron definidas por el Concilio II de Lyon (1274), el Florentino (1439) y el Tridentino (1547).

 Explicación del Credo, Santo Tomás de Aquino